DOCE HORAS

22.03.2016 11:29

 

Doce Horas

 

A Juan Pablo y Pancho, 

grandes marinos y entrañables compañeros en esta aventura

 

Mientras volvíamos caminando en silencio, pensativos y absortos por la imagen de la fila de barcos avanzando muy lenta sobre el horizonte, en el fin de la tarde, súbitamente el viento cambió de dirección y empezó a soplar de tierra, indicando que debíamos partir. Había llegado el momento de abandonar nuestro lugar de siempre, al abrigo de las escolleras, al reparo del viento y de las olas, para saber qué había más allá.

Todo eso nos lo dijo el viento en una frase y lo agarramos al vuelo cuando agitó las ramas más altas de los árboles, cuando torció de un golpe el humo de la chimenea y dibujó rizos en la superficie del agua: teníamos que salir a cerrar una etapa.

Acomodamos apenas las cosas a bordo, preparamos una rápida cena caliente, repasamos otra vez el viaje que nos esperaba, los puntos indicados que nos guiarían, los peligros que debíamos esquivar y soltamos amarras.

Lenta, suavemente, empezamos a alejarnos de la costa y de los muros del puerto que nos dieran refugio, para entrar en la oscuridad de la noche. Muy despacio, nos fuimos acercando a la luz de la farola roja de la salida del puerto. El río estaba callado, melancólico, todavía quieto, protegido de la brisa. Nosotros, al contrario, excitados y ansiosos ante lo que se venía, hablábamos de más y nos hacíamos bromas, queriendo mostrarnos seguros. Y aunque se notaba que no era así, había en ello cierto orgullo y dignidad. 

Cuando por fin alcanzamos esa luz de fuego parpadeante, alguien miró el reloj: eran las diez y media de la noche. El viento era favorable, soplaba transversal a nuestra trayectoria, y si se cumplían los buenos augurios, lo que contaban los marinos que sabían y lo que señalaban los que decían que sabían, tendríamos una brisa continua toda la noche.

Ya fuera, nos acomodamos los tres en la pequeña cubierta en silencio, cada uno pensando en sus asuntos. Apagamos las lámparas del interior y sólo dejamos encendido el compás y la luz del tope del mástil, para que otros barcos nos vieran venir y para que la gente que no estaría nos viera pasar.

El compás tenía una atracción magnética. No sólo por su misterio de señalar el rumbo. Era nuestra única referencia en ese territorio oscuro y desconocido que enfrentábamos y que nos desafiaba. Estábamos solos, sólo nosotros, en esta aventura. Así lo habíamos querido. También atraía nuestros pensamientos en la negritud de la noche, mientras oíamos el correr del agua bajo nuestro casco, junto a la estela que se perdía más allá, entre los remolinos. Era un ojo abierto que imponía su creencia e irradiaba su fe. Girante como era, era nuestro principal punto de apoyo.

La luna estaba espléndida, delgada y creciente de apenas una línea, pero llegábamos tarde a sus últimos minutos. Ya había avanzado todo lo que podía sobre el horizonte del río, y ahora corría frenética, veloz, a guardarse a su cuna de detrás de la tierra. No tenía miramientos en dejarnos solos. Galopaba firme escapando del señor de la luz, y crecía y se amarilleaba mientras descendía. Era una pena, una tristeza, su marcha, su partida, su avance imparable hacia el fondo del río. Un momento íntimo de silencio y despedida que nos dejó más solos en nuestro silencio, con su recuerdo avanzando hacia la noche oscura.

De a poco, mientras recibía cada vez más brisa, la nave empezó a correr, a inclinarse lentamente bajo el peso del viento. Dudamos de reducir la vela y aplacar nuestro motor invisible, pero nadie quería abandonar su posición en torno del timón aunque el barco se lanzara a la carrera.

No veíamos mucho más allá del final de la proa, del inicio de la noche. Todavía, como la nostalgia, el recuerdo de la luna nos impedía ver para adelante. Algunas olas mal tomadas rebotaban en el casco y trepaban a cubierta. Era incómodo mojarse en esas horas confusas en que no se entendían todas las cosas y caían golpes inesperados. El frío era una visita no prevista en el inmenso territorio sobre el que nos deslizábamos.

Sin embargo, mientras nos acostumbrábamos a avanzar y luchar en la oscuridad, muy despacio, fueron empezando a abrirse nuestras percepciones, las que estaban dormidas, acostumbradas a la vida fácil y resuelta de todos los días, como un instinto milenario que se desperezaba. Dolidas en su orgullo por el agua que lograba trepar a cubierta y montarse en la trayectoria del viento hacia nosotros, nuestras pupilas se esforzaban al máximo por percibir los mínimos destellos de luz.

Lentamente, empezamos a entender lo que pasaba. No era todo tan ciego. El timón era un brazo que sentía; había oídos que podían escuchar los anuncios de la brisa, el murmullo de las olas; tres pares de ojos empezaban a distinguir sombras y brillos en la noche; el compás encontraba su orientación en nuestro derrotero; el cielo giraba lentamente con nosotros. Así íbamos uniendo todos esos cabos que cobraban sentido. O lo creíamos, que en ese punto, a favor, es casi lo mismo.

De a poco, fuimos pudiendo reconocer el terreno que íbamos atravesando. A distinguir su regularidad, sus crestas y sus lomos; a ver el avance de las olas, el modo que nuestro barco las trepaba y que las descendía; nuestros leves cambios de curso que hacían que el viento cantara de otro modo; el revoloteo de las mariposas de espuma aleteando en el aire. Todas novedosas referencias de nuestro movimiento.

No estábamos tan solos. En la noche había millones de estrellas que nos observaban recorrer nuestra parábola sobre el lomo del río, mirándonos desde todas partes, desde la historia del tiempo. Sentados como íbamos, tomados del timón, mirábamos de frente la cruz del hemisferio. Era otro compás que nos daba también su referencia. No nos decía por qué lo hacíamos, pero dejaba sus marcas para que lo averiguáramos más adelante.

Así anduvimos, hasta que nos dimos cuenta que, en realidad, el Melody era una fiesta. Que disfrutaba trepar y dejarse arrastrar sobre las crecientes y las retiradas marinas; que moviendo apenas su brazo sumergido, giraba y se escurría entre los surcos del oleaje; que se divertía esquivando las crestas de espuma; que miraba de lejos por uno de sus ojos y veía como la tierra lo observaba, mientras por el otro no le encontraba el límite a la brisa, al encuentro infinito de la noche y el mar. Que se parecía al pez del viejo, sacando la proa del agua y cayendo sobre la ondulación siguiente. Que se apoyaba en nuestro amigo, el viento, que nos empujaba a que avanzáramos y cumpliéramos nuestro desafío.

Andábamos en esas, redescubriéndolo todo, cuando nos pasó una estrella fugaz. Se nos adelantó flotando en su vuelo rasante que traspasaba la noche. La vimos venir de costado, serena, como una gaviota planeando inmóvil con sus alas abiertas. Le abría un surco a lo oscuro, como si una enorme espada voladora le hiciera un tajo de luz a una montaña. Quedamos sorprendidos por esa flecha que nos pasó incandescente antes de consumirse. Hacía mucho tiempo que no salíamos de la ciudad y no nos sacábamos de encima sus visiones de intramuros.

Fue la primera de muchas que vimos pasar. Y aunque no llegamos a entender porqué caían justo a nuestro lado, tan solos como estábamos, a esa hora, en ese territorio perdido, sabíamos que allí la casualidad éramos nosotros; no el río, no el viento, no la noche, y que coincidíamos en nuestro viaje. Porque estábamos ahí, viéndonosla con todos ellos.

Así fuimos pasando todos los puntos que nos habíamos marcado en nuestra propia derrota imaginaria, cuando todavía éramos los que nunca se habían aventurado más allá. Los fuimos enhebrando de a uno, cumpliendo religiosamente nuestro compromiso de no apartarnos de nuestra trayectoria. En plena carrera, parecía que no estábamos autorizados a modificar el curso de nuestro plan, como si navegáramos por una órbita del sol de la que no se pudiera salir.

Fuimos esquivando los bancos de arena que nos amenazaban desde abajo del agua y las rocas ocultas, aisladas, dispersas, en su voluntad de destrozar el fondo de las naves. Tripulamos de a pares, haciéndonos compañía, cuando alguno era atrapado por el sueño y el cansancio.

Finalmente, vimos acercarse de a poco el país de la mañana. Iba espantando hacia atrás la negrura del cielo, desapareciendo de a uno los astros que nos habían acompañado. Fuimos viendo aparecer la verdadera silueta del alrededor de nuestro casco, cara descubierta de las pasadas horas ciegas. El sol salió en la proa, como estaba previsto, encandilando nuestro deseo de llegar. Cuando empezó a trepar, lentamente al principio, empezamos a ver de lejos, de muy lejos, los perfiles y reflejos de la ciudad. Allí se veía una línea de fuego que se reflejaba sobre una construcción, allá se adivinaba el perfil del cerro que vigilaba la ciudad. Todo flotaba en la nebulosa de bruma que arrastraba la aurora.

Nos íbamos acercando cada vez más rápido, mientras el viento seguía soplando a favor de la llegada. Abríamos las velas a medida que giraba nuestra trayectoria y la distancia iba quedando atrás.

Y fuimos llegando. Cada vez más sobre sus costas, esquivando más de cerca sus peligros, rodeando sus escolleras más próximas, acompañando cada vez de menos lejos el brillar de sus playas, nos íbamos aproximando al puerto. Habíamos andado muchas veces por allí desde tierra, pero no nos resultaba tan familiar viéndolo todo desde el lado de las olas. Por fin encontramos su entrada, mantuvimos sus respetos, seguimos sus señales, y cruzamos su farola de bienvenida. Lo habíamos logrado.

Dentro, reinaba la paz de la mañana. Era un día muy claro y la gente empezaba a moverse en sus asuntos. Ellos no sabían nada de nuestra reciente historia. Ni una palabra de los astros luminosos, del viento de la tierra o de la lucha nocturna por el punto cardinal. No se daban cuenta de que en nuestros rostros cansados y radiantes podía leerse los signos de que algo importante había sucedido. Y no lo pudimos compartir.

Amarramos el barco donde nos indicaron, acomodamos apenas las cosas a bordo y saltamos a tierra a festejar nuestra pequeña hazaña. Recién entonces nos acordamos de mirar el reloj. Eran las diez y media, habían pasado doce horas.

Así fue como realizamos aquel primer gran viaje. Respetando todo lo que se aconsejaba, porque creímos que debía hacerse así. Viéndolo a la distancia, era como nuestro espíritu sentía que debía realizarse esa primera vez. Seguro, como fue, fue muy audaz, porque cortó de un golpe, la cadena de todo lo que habíamos hecho hasta allí. Y salió bien. Muchas veces, más adelante, cuando las cosas salieron mejor o cuando no salieron del modo esperado, volví a acordarme de aquella primera incursión en la noche, en que sin tanta experiencia habíamos alcanzado el otro lado de nuestra propia costa.

Estuvimos algunos días en el puerto, disfrutando con amigos y paseando, recobrando energías y celebrando nuestra pequeña hazaña. El regreso fue más largo y sin tanto misterio ni aventura. Decidimos volver sin escalas, de puerto a puerto, porque creímos que sabíamos, cosa que, como se demostraría, no era verdad. Otra vez, volvimos a sostener largas conversaciones en cubierta sobre nosotros y las cosas que salen a la luz en esas ocasiones tan especiales. El viento ya no nos acompañó tan bien. Algunos soplos no fueron favorables, tuvimos largas calmas e invisibles corrientes que nos arrastraron al medio del río, aunque pudimos haberlas evitado. Pero todo lo fuimos pasando y, aunque tardamos mucho en llegar, llegamos a nuestro puerto. Hay que decir que hubo cosas que no las previmos y que, un poco por suerte, no costaron nada.

Ahora que lo miro a la distancia, que vuelvo a rememorar aquella primer singladura, siento que lo central, no fueron el valor y la templanza para aguantar profundas barrenadas; ni la fuerza para no ser volados por el viento; ni la templanza de aguantar en la tormenta; ni haber podido estar seguros, atrapados por la niebla; ni serenos, en un mar embravecido; sino algo mucho más corriente y simple, como haber querido salir de donde estábamos y llegar un poco más allá.

Aquellas larguísimas, intensas, inolvidables doce horas, fueron apenas un instante. El que puede durar el vuelo de una estrella en una noche oscura, el planeo sobre la brisa de un aletear de espuma, el recorrido de una vela que se abre llevada por el viento, o lo que tarda una nave en recuperar la posición vertical. Y sin embargo, cuando pienso en aquella aventura de nuestra vela que avanza porque sí, en medio de la noche, veo que lo breve fue la acción, pero no la maduración de nuestro viaje, que se dio aquella vez, en que el viento súbitamente cambió y nos alentó a salir. Muchas historias, preguntas, informaciones y dudas corrieron antes de ello. Doce horas, que fueron el final de una trayectoria mucho más extensa.

Más adelante me di cuenta que esa situación ya había sucedido antes, y pasaría muchas otras veces, la mayor parte de ellas, sin viento, sin velas, sin río y sin estrellas.

¿Se justificaba una preparación tan larga para una acción tan breve? Desde aquella sencilla gran aventura pasaron varios años. Larguísimo período medido en intervalos de doce horas. Sobre todo para aquellos que pasaron sin dejar su marca, su historia o su relato. O si se piensa que cada día pasan volando cientos de estrellas fugaces por los lugares más recónditos, que crece y se retira la marea, que se encienden las farolas en medio del río cuando llega la noche, o que súbitamente se dispara el soplo de la brisa. Jornadas de muy alta intensidad que se pierden en el aire cuando podrían dejar una huella muy profunda si alguien saliera a buscarlas. La larga preparación sólo se justifica si hay batalla. Grandes o pequeños desafíos que cada noche, cada tarde o cada mediodía podrían desencadenar un momento de gloria si se hicieran a la mar al llegar la señal indicada.

Todavía hoy, después de todo y de todo el tiempo que pasó, sigo pensando y rememorando aquellas doce horas.

Tal vez por eso, mientras rememoro la hazaña del Melody ganándole a su estela, escurriéndose apenas de la espuma de las olas, recostando su vela en la brisa que lo lleva, firme en su viaje empecinado, sigo preguntándome si alguien se animará a salir esta noche a buscar ese viento a favor. El que suelta las amarras. Ese que ya anuncian y que tan poco durará.

Santiago Solda

 

Nota del autor: Muy a propósito, no quise situar el viaje, ni temporal ni geográficamente. Me pareció que cada uno tenía que ubicarlo en su propia historia, navegara o no, en su propio mar, para animarse a cruzar su propio desafío.
 

Nota del editor: El Melody es un "Plenamar 30", un velero de fibra de vidrio y resina de polyester, diseñado por Héctor Domato y construido por astilleros Plenamar.