Apuntes de una travesía en solitario -12-
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XII
ARCHIPIÉLAGO DE CABO VERDE
(Del 3 al 27 de septiembre)
Me levanto tarde, el sol ya está muy alto y hace mucho calor. Tomo un baño y desayuno. El puerto está en plena actividad, hay tres mercantes atracados y descargando. Frente al malecón que protege la carretera de acceso al puerto hay una nube de niños bañándose y gritando. La ciudad tiene el mismo aspecto polvoriento que en pasadas visitas.
Al oeste de donde estamos fondeados y al norte del islote de Santa María, distingo 5 mástiles y uno de ellos parece de madera ¿será el Pintor? Este velero argentino zarpó de Salvador con destino a las Islas Canarias con eventuales escalas en Fernando Noronha y Praia. Como no tengo prismáticos y estamos a más de 600 metros de distancia, no puedo saberlo.
Al rato veo venir remando a Pino y Gabriel, de modo que si que era el Pintor ¡qué alegría!
Han venido directos desde Salvador en 35 días. Ya llevan aquí dos semanas esperándome y maldiciéndome —les convencí de la bondad de hacer escala en Cabo Verde— pues hasta el momento no le ven ni bondad ni encanto por ningún lado, lo que no es de extrañar porque esta ciudad no es precisamente lo mejor de las islas.
Nos vamos los tres, en su diminuto y precioso chinchorro de madera enfibrada, al Pintor donde está Leticia preparando una rica comida de bienvenida. Todos estamos realmente gozosos de encontrarnos de nuevo juntos, qué buena cosa es la amistad.
Alrededor hay fondeados dos catamaranes franceses, un maxi italiano y un balandro norteamericano de la embajada de EE.UU.
Mis amigos están hasta el gorro de Praia, así que decidimos zarpar en un par de días —el tiempo necesario para avituallarme— hacia Tarrafal, un lindo lugar al NW de la isla.
En Praia está el mejor mercado de frutas y verduras de todas las islas y, en general, lo que no se encuentre en esta ciudad es difícil encontrarlo en otro lado, salvo quizás en el mayor puerto de las islas, Porto Grande en la isla de Sao Vicente.
Praia es la capital de la joven república. Por ello, en los últimos años ha crecido de forma desordenada y caótica, con míseros suburbios como en todas las ciudades del mundo que han crecido repentinamente. Praia y Porto Grande son los únicos lugares de las islas donde hay ladrones, así que no nos olvidemos de cerrar bien los barcos. Como la bahía y la ciudad están a sotavento de la isla, que es muy alta, resulta que no corre ni una brizna de aire y el calor es de aquí te espero. En honor a la verdad debo decir que, pese a lo dicho, la ciudad no carece de encantos y sus habitantes son muy amables.
Después de la comida vienen los cuidadores del barco de la embajada que nos acompañan en bote con motor —¡qué lujo!— hasta mi barco. Con la ayuda de Pino y Jenkins (el alias o apellido de Gabriel) fondeamos el Finisterre al ladito del Pintor.
Al día siguiente voy a tierra con Pino. Esta vez no tengo correspondencia esperándome en la lista de correos. Después de mandar las cartas que escribí en la travesía, nos vamos a tomar unas cervezas bien frías en el kiosco de la plaza principal. Luego vamos al colorido y bullicioso mercado a, tras el preceptivo regateo, comprar frutas y verduras. También compramos sabroso pan fresco y volvemos acaloradísimos a bordo. Me paso el resto del día en el agua y limpiando el barco.
Al otro día voy a tierra a despachar todo el papeleo, a cambiar dinero en el banco y a efectuar compras en un supermercado. Los artículos importados —casi todos— son carísimos. El resto de la jornada lo dedico a poner orden y a efectuar pequeñas reparaciones.
El día 5 por la mañana ambos barcos nos hacemos a la vela con rumbo a Tarrafal. Una vez fuera, navegamos al través, en conserva, a unos 3 nudos. Por la tarde, al ganar más norte quedamos medio encalmados por efecto de la orografía de la isla. Arranco el motor y doy un remolque al Pintor, pero a la hora y algo la transmisión rinde su alma una vez más. Seguimos muy lentamente dando bordos y remontando la costa. Al oscurecer menudean los chubascos y a medianoche nos perdemos de vista.
A la mañana siguiente amanece nublado y sin viento, diviso a lo lejos al Pintor. Después de dos horas volvemos a estar próximos. Nos pasamos toda la mañana dando bordos y aproximándonos muy lentamente a nuestro objetivo. Por la tarde nos acercamos y mis colegas me pasan unos tornillos para que pueda reparar la transmisión del motor. Hecho esto, les doy un remolque —no tienen motor— y por fin conseguimos entrar y fondear en la bahía de Tarrafal después de 33 horas de navegación para recorrer 40 millas.
Comemos a bordo del Pintor comentando la belleza del lugar. Es una hermosa bahía abierta al W con una linda playa y un verde palmeral inmediatamente detrás; el pueblo alrededor de la iglesia trepando la montaña.
Toda la tarde van regresando las bellas barcas de madera pintadas de vivos colores de los pescadores locales, con remos como único medio de propulsión. Algunas se acercan a saludar o a pedirnos cigarrillos.
Por la noche nos acercamos a tierra para pasear. Como es la tercera vez que vengo a este simpático pueblo, hago de cicerone. Encuentro muchos conocidos, entre ellos mi amigo Gila quien me informa que su hermano Demetrio y Kim marcharon a Europa, el deseo mayoritario de la juventud de Cabo Verde.
Pasamos trece agradables días en esta estupenda bahía; el agua está limpísima y a una temperatura óptima, así que practico natación en cantidad.
Llevo la vela Mayor y la génova a tierra, bajo un árbol y con paciencia y mucha calma, en cinco días efectúo las necesarias reparaciones, esperando y deseando que aguanten hasta Canarias. También limpio el casco y efectúo otras reparaciones menores.
Pino y yo practicamos el viejo juego del coqueteo con las lindas negritas del lugar, aunque con escasos resultados prácticos, pero nos reímos mucho que también es una buena cosa.
Aquí se vive como en cualquier pueblo de España hace 35 años: No hay televisión ni discotecas, únicamente hay cine una vez a la semana en el local comunal que sirve para todo. De manera que se practica mucho el paseo al atardecer alrededor de la plaza. Se conversa apaciblemente a la sombra de un árbol y cualquier acontecimiento fuera de lo común es una gran noticia. Nosotros como extranjeros y navegantes somos, de alguna manera, una atracción.
Los fines de semana la cosa se anima un tanto pues viene más personal a disfrutar de la playa. Vienen de Praia, la capital—a unos 70 kilómetros de carretera muy virada— los altos funcionarios de la administración de la república y los europeos cooperantes.
El sistema político de la República de Cabo Verde —en 1.989— es de partido único, socialismo tropical diría yo. Como el país es pobre y no hay intereses foráneos, me atrevería a decir que el sistema no es malo. La sanidad funciona, la educación también y desde luego no hay miseria. El consumo no existe y la vida transcurre apaciblemente sin sobresaltos. Obviamente la juventud no está nada satisfecha justamente por eso, por la imposibilidad de consumir y/o progresar económicamente, pero ya se sabe que siempre se quiere lo que no se tiene.
Compramos un lechón (por el equivalente a 3 €) y lo asamos muy lentamente con leña en la playa, quedando muy sabroso. Damos buena cuenta de él, acompañados por simpáticos espontáneos.
Principalmente comemos pescado que conseguimos por el viejo sistema del trueque con los pescadores; cuando vuelven de la pesca se acercan a bordo e intercambiamos pescado por cigarrillos o conservas.
Cada día vamos al mercado a comprar pan, fruta y verduras. La verdad es que no hay apenas variedad, pero lo poco que hay es de buena calidad y a un precio razonable.
Estoy a gusto en este pequeño pueblo, la mayoría de la gente me conoce y creo que me aprecia, seguramente porque el año anterior estuve entre ellos casi dos meses y embarque a un joven del pueblo que así consiguió marchar del país —el coste de un billete de avión a Europa puede suponer dos años de trabajo—. Lo dicho me encuentro como en casa, pero ya es hora de prepararse para seguir camino.
A primera hora de la tarde del día 19 nos hacemos a la vela junto al Pintor con rumbo a la isla de San Nicolau. Soplan los alisios del Nordeste y andamos entre 5 y 6 nudos dando algún que otro pantocazo. Estamos caminando más que el Pintor y nos despedimos, con pena, hasta la próxima etapa: Las islas Canarias, lugar al que ellos proceden directamente. ¡Buen viento amigos!
A media noche la intensidad del viento decrece rolando al Este. Progresivamente amaina y de madrugada estamos encalmados.
A las nueve de la mañana se levanta una brisa del SW que me permite acercarme a la isla y fondear en la rada de Tarrafal de San Nicolau a las 1145.
Permanezco únicamente 24 horas en este lugar seco y polvoriento, habitado por gente muy amable. Compro dos docenas de huevos frescos y pan en abundancia.
Aparejamos al mediodía y nos pasamos toda la tarde voltejeando y barajando la costa Oeste de la isla. A las diez de la noche hemos rebasado la punta NW y podemos arrumbar hacia levante. Viento del NNE fuerza entre 2 y 4. Navegamos con génova y mayor más o menos rizada según arrecie o amaine.
Este archipiélago deshabitado fue descubierto por el navegante portugués Antonio de Noli en 1.456. Los primeros pobladores se establecieron en Ribeira Grande (I. de Santiago) en 1461. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII constituyeron el centro de agrupamiento, almacenaje y exportación del deleznable comercio de esclavos africanos hacia América. El dominio lusitano se prolongó hasta nuestro siglo. La lucha contra el régimen colonial la dirigió el PAIGC (Partido Africano para la independencia de Guinea y Cabo Verde) entre cuyos dirigentes abundaban los caboverdianos, aunque la lucha directa de guerrillas quedó reducida al territorio de Guinea. En 1974 se estipuló entre el PAIGC y el gobierno portugués surgido de la revolución de los claveles, el reconocimiento de la independencia de Guinea-Bisau. En 1975 le fue reconocida la plena soberanía a Cabo Verde. Un golpe de Estado en Guinea-Bisau (1980) impidió la unión entre ambos países.
A las tres de la tarde del día siguiente avisto la isla de Sal. Será otra recalada nocturna, sin carta y esta vez sin faros, pues en este país casi ningún faro funciona. Pero conozco el lugar y lo recuerdo bien. Me tomo mucho tiempo, acercándome con extremo cuidado; empleo 3 horas para cubrir las últimas 4 millas ya que, además, hay muy poco viento.
Entramos a vela en la bahía de Santa María —al Sur de la isla— y fondeamos en 6 metros de profundidad. La aproximación final ha sido fácil gracias a que un pesquero fondeado, al verme, ha encendido amablemente sus luces.
Por la mañana vuelvo a extasiarme contemplando una de las playas más hermosas que conozco. Aquí están los dos únicos hoteles de categoría de todo el archipiélago; hoteles construidos con sumo gusto, bajos e integrados casi totalmente con el paisaje. Esta isla dispone del único aeropuerto internacional de la República con conexiones a Lisboa, Paris, Frankfurt, Boston, Moscú, La Habana, Luanda y otras capitales africanas. Los hoteles se nutren de las tripulaciones en descanso de las diferentes compañías aéreas internacionales, de turistas sudafricanos y algunos europeos despistados. Los dos hoteles —uno francés y el otro belga— son de lujo, así que habrá que ponerse pantalón largo para ir a ligar con las azafatas.
Estamos fondeados a unos 250 metros del antiguo pantalán de carga de las salinas, a su derecha el pequeño pueblo de Santa María de aspecto colonial y agradables colores. La parte de la playa más próxima está a unos 200 metros. Me acerco nadando y doy un largo paseo hasta el extremo SW de ella. Qué gran placer volver a caminar sin prisas por una limpia, hermosa y solitaria playa.
Por la tarde voy a comprar pan dejando el anexo amarrado al extremo del pantalán. El pan de acá es riquísimo, hecho en horno de leña. Antes de que anochezca limpio un buen sector de la obra viva del Finisterre.
La siguiente noche me voy a tomar unas copas al hotel Morabeça, el más distante. Hay un conjunto brasileño tocando, no es muy bueno, pero se deja escuchar. Más tarde en la pequeña discoteca del hotel me tomo los últimos Havana-club —la bebida alcohólica más barata— sin decidirme a bailar con alguna de las azafatas cubanas que pernoctan aquí. Después de mis hábitos solitarios, mi timidez se ha acentuado.
Por la mañana me abastezco de agua en la potabilizadora del pueblo hasta que todos los bidones quedan llenos.
Otra noche voy a una especie de discoteca al aire libre en el pueblo; para llegar a ella me guío por el sonido Funana que se escucha en toda la bahía. La música me gusta, pero el lugar está lleno de borrachuzos que, aunque nada violentos, resultan pegajosos y pesados lo mismo. Hay muy pocas mozas, así que me voy pronto a dormir.
Como nadie aparece a bordo, me hago “el sueco” y paso de acercarme hasta Palmeira para despachar con las autoridades.
Compro 1 kilo de leche en polvo, dos tarros de mermelada y algunas frutas y verduras en el poco surtido y caro mercado del lugar. Mis últimos dólares se han evaporado, estoy a cero. Habrá que marchar.
© Román Sánchez Morata 1998-2001-2013